jueves, 4 de junio de 2015

Cartas a Saboya

El rey se sentó en una silla cercana al fuego y suspiró.
            En sus manos tenía la carta que había llegado recientemente a la corte. Por fin recibía noticias de su hija, tras dos semanas sin saber nada. Estaba acostumbrado a la soledad, y sin embargo se le hacía tan extraña…
            Era en estos momentos cuando se acordaba de su padre, casi siempre ausente, pero a la vez constantemente presente. El profundo respeto que guardaba el monarca hacia él no cambiaba el hecho de que había momentos en los que se había sentido muy sólo durante su niñez. Sólo la presencia de sus hermanas le animaba. Por ello, cuando sus hijas tuvieron que marchar, volvió a sentir aquella sensación amarga de abandono que había olvidado tiempo atrás. Había renunciado a los viajes largo tiempo atrás, delegando en cargos de la administración para poder vivir de forma más cómoda pero a la vez eficiente. El indudable respeto que sentía hacia el César le obligaba, en cierto modo, a distinguirse de él: Felipe se había prometido no cometer el mismo error que su padre. Y, a su juicio, lo había conseguido.
            Volvió a leer la carta detenidamente. Mientras observaba las palabras, podía escuchar nítidamente la voz de su hija como si estuviese a su lado, susurrándole al oído sus vivencias y sus pensamientos. Por fin había llegado a Arlés, y, al parecer, había sido muy bien recibida. No esperaba menos. La esperaba en Saboya un hombre de su más entera confianza: Carlos de Aragón y Tagliava, el duque de Terranova, Grande de España, Caballero del Toisón de Oro, Condestable del Reino de Sicilia, embajador en la Corte de Rodolfo II, Virrey de Cataluña…
            Sin duda, había dejado a su hija en buenas manos. No podía más que esperar que todo fuese según lo previsto, y que llegase sin mayor contratiempo a su destino. De producirse, no esperaba que ocurriesen en Arlés: era una ciudad rica debido a su comercio entre la corte francesa y el Mediterráneo, por lo que el problema del bandidaje debía estar muy controlado por las autoridades, para dar una imagen de seguridad a los posibles comerciantes. Esa relación puente entre las dos zonas confería a la ciudad una importancia prácticamente capital, por lo que un escándalo de tal magnitud supondría casi la ruina de la ciudad. El rey así lo quería creer. Así se lo había hecho creer el duque.
            En cambio, no todas las noticias eran buenas. Malos augurios llegaban desde Roma, a los que tarde o temprano tendría que atender. Sin embargo, se dijo a sí mismo que antes de encargarse de tales asuntos, disfrutaría un poco más de la compañía que la correspondencia le traía en forma de palabras. Catalina Micaela le comunicaba triunfante que estaban a punto de llegar a su destino, mientras que se mostraba preocupada por la salud del Papa, y sobre cómo podía afectar aquello a la salud de su padre. Ella, tan atenta y servicial como siempre.
            No pudo evitar el buen monarca emocionarse como tantas otras veces con sus cartas. No siempre llegaban cuando debían, lo que hacía que se impacientase y se mostrase de mal humor delante de sus ministros. Pero cuando llegaban, solían ser un soplo de aire fresco que le animaba a continuar. Evidentemente, preferiría tener a sus dos “niñas de sus ojos” a su lado, pero menos era nada. Además, escribían siempre que podían, lo que también le alegraba: sabía que ellas le querían, debido a la excelente relación que habían tenido con él en su niñez. No podía decir lo mismo el rey con respecto a su padre, al cual admiraba, pero por el cual no podía sentir más que un profundo respeto. El segundo de su nombre había llegado a la conclusión de que eran diferentes tiempos y diferentes circunstancias las que les tocaron vivir a padre e hijo.
            Tras pedir papel y tinta, se acomodó en la mesa y comenzó a escribir. No solía molestar a sus sirvientes para asuntos tan nimios, pero el cansancio era tan grande…
            “El Pardo. 28 de octubre de 1591.
            Después que respondí a todas vuestras cartas han llegado las de 2 y 8 de éste y han sido recibidas como suelen. Lo mismo que me escribís de la buena acogida en Arlés me ha avisado el Duque, mas, con todo, conviene ir con gran tiento en aquellas cosas y que no se embarque en ellas, de que podría ser después la salida muy dificultosa y poco honrosa; vos se lo acordad siempre, que yo hago lo mismo, de más de haberle dado un papel a su partida con que se me ofreció de tener cuenta.”
            Conocía sobradamente la responsabilidad de sus hijas, pero nunca estaba de más poner sobre aviso en ciertos asuntos, especialmente cuando éstos dependían de un tercero. Más no podía hacer desde El Pardo, lugar donde vivía cómodamente. Desde allí le era muy sencillo dirigir los reinos de la corona, renunciando de este modo a la vida itinerante de su padre. A pesar de su comodidad, no podía dejar de sentirse en ciertos momentos enclaustrado, y dichos momentos solían coincidir con aquellos en los que se sentía en la más absoluta soledad, aún cuando estaba rodeado de sirvientes. Continuó escribiendo, evitando de esta manera los malos pensamientos.
            “El Duque de Terranova avisa de que se había ya puesto en buen recaudo en los de Saboya.”
            Debía recibir a su hija como era debido, y era su cometido preparar a la comitiva encargada de recibirla. Era el hombre perfecto para tal trabajo. No le había decepcionado nunca, y no iba a hacerlo en un trabajo tan sencillo.
            Se acercaba el momento de hablar el tema trascendental de la carta, el motivo por el cual escribía en esa ocasión a sus hijas. Lo cierto es que necesitaba hablarlo con ellas. No por el hecho de que tuviese demasiado apego al Papa, sino por mera preocupación. Recientemente le había llegado al rey una misiva desde El Vaticano en la que declaraba la enfermedad del Papa Gregorio XIV, un hombre que sin duda le había servido bien. Sus subsidios a la Liga Santa habían sido indispensables en la lucha contra el turco, y no podía olvidar la excomulgación a Enrique IV de Francia por hereje, lo que había acercado al propio Felipe al trono francés. Si moría, debía actuar rápido. No podía permitir que volviese a haber un pontífice cercano al trono francés. Pero hablar en estos términos le incomodaba: si la persona más santa del orbe podía enfermar, también podían hacerlo sus hijas.
            “La enfermedad del Papa me tiene con mucha pena. Aunque con esperanza en Dios nos le habrá dejado, pues no ha venido otra nueva”.
            Ciertamente, las misivas que venían de los Estados Pontificios cada vez eran más alejadas en el tiempo, algo que podía ser o muy bueno, o muy malo. Felipe necesitaba a la figura papal para continuar jugando en el tablero europeo. Por suerte, sus hijas habían calmado su desazón, y así lo quiso dejar por escrito.
            “He holgado mucho de saber la salud de que allá tenéis todos y espero que vuestra hermana la tendrá presto muy cumplido de otras cuatro tercianillas que le volvieron después de que os escribí y éstas son pequeñas, que disimuló las dos primeras y la de ayer fue casi nada y así espero que no le vendrá nada mañana y que se ha de hallar aquí bien como suele; adonde vinimos anteayer y Dios os guarde como deseo.”
            El monarca volvió a resoplar. Dio la data geográfica y cronológica y se despidió, como hacía siempre. Ya había realizado lo que le era más importante, pero debía volver a la realidad y abandonar su mundo interno: había asuntos que apremiaban.

.  .  .

Agotado, el monarca se dejó caer sobre el cuero repujado de la jamuga granadina situada frente a la mesa. El cuerpo le pesaba y sentía un dolor punzante en la base del cuello, sin duda fruto de las muchas horas que había pasado leyendo misivas y documentos. Había sido un día muy largo. Las nuevas recibidas desde Roma requerían la atención prioritaria del monarca sobre el resto de asuntos, y tuvo que pasar el día reunido con sus ministros y embajadores.
El Sumo Pontífice de la Iglesia Católica había muerto, dejando sin guía a los hombres hasta que se nombrase un nuevo Obispo en Roma. Funestas eran las noticias para todo buen cristiano y, sin duda, largas serían las misas y el luto. Pero, para Felipe II de Augsburgo, monarca del más vasto imperio que el hombre poseía en la tierra, los asuntos que Gregorio XIV había dejado atrás debían ser más importantes que su unión con el Altísimo.
Tras diez meses al frente de la Iglesia Romana, Gregorio XIV se había mostrado como un importante aliado del monarca hispánico. Su apoyo económico a la liga de nobles cristianos que se habían alzado en Francia contra Enrique IV, así como el mantenimiento de la excomunión que su predecesor, Sixto V, había puesto sobre el rey francés habían supuesto un duro golpe para éste. El propio pontífice apoyaba abiertamente las aspiraciones de Felipe por llevar a su amada hija mayor, Isabel Clara Eugenia, a ocupar el trono de su abuelo materno en Francia. Sin duda, la muerte de tal valedor de los intereses del Augsburgo supondría un duro revés para la Monarquía Hispánica si su sucesor no resultaba igual de complaciente.
Por eso las reuniones habían sido tan largas y el trabajo tan arduo. Por eso el rey estaba agotado, igual que los últimos días. En las próximas jornadas el conclave reunido en Roma nombraría un nuevo Pontífice, puede incluso que el conclave ya hubiese nombrado un sucesor en ese momento, o quizás la decisión se prolongaría meses, cómo la última vez. En cualquier caso tardarían un tiempo en recibir noticias al respecto y, mientras, debían intentar por todos los medios que el nuevo Papa fuese alguien receptivo a los intereses de la Monarquía Hispánica. Es por eso que, ya antes de la muerte de Gregorio IV, cuando se iniciaron los movimientos para allanar el camino del futuro cónclave en Roma, el rey ya había dado indicaciones para que los cardenales españoles apoyasen el nombramiento de uno de los más cercanos a Gregorio.
Gian Antonio Facchineti de Nuce se llamaba. El hombre sobre el que debía recaer el apoyo de los cardenales españoles. Su cercanía al fallecido pontífice, y sus funciones al cargo de la administración papal cuando Gregorio se encontraba en cama le deberían convertir en alguien con auténticas posibilidades de salir elegido.  Si todo salía bien, con el apoyo de los españoles se convertiría en el nuevo Patriarca de Occidente, y lo haría sabiendo que había sido la mano del rey Augsburgo la que le habría puesto la tiara papal sobre la cabeza.
Lentamente, el rey se incorporó en el asiento de cuero y dirigió la mirada hacia las cartas que se encontraban extendidas sobre la mesa. Eran de su hija menor: Catalina Micaela. Siempre se alegraba de recibir noticias de su querida hija, y se encargaba de responderla impregnando sus cartas de todo el cariño y cercanía que un monarca no podía mostrar en el resto de facetas de la vida de corte. Había leído esas cartas varias veces. Sin embargo, aún no había tenido tiempo para responder con la atención que le merecía.
Pensando que escribir para su preciada hija podía ser un buen remedio para su cansancio, se levanto del asiento y se dirigió a un pequeño escritorio de ébano junto a la pared. En uno de los cajones tenía la costumbre de dejar papel para cuando quisiera escribir algo sin tener que llamar a alguno de sus ayudantes de cámara. Cogió una hoja del cajón y volvió a sentarse frente a la mesa.
Mientras mojaba la pluma en un tintero de plata de hermosa factura, el monarca pensaba las primeras líneas de la misiva. “Con vuestras cartas del 21 y 26 del pasado me he holgado como suelo por saber que teníais salud…”

.   .   .

            Todo había salido según lo previsto.
            Gian Antonio Facchineti de Nuce había sido investido como nuevo pontífice en Roma, tal y como el monarca había dispuesto. Una vez más, los deseos del hombre más poderoso del orbe volvían a cumplirse sin imprevistos, y la calma volvía a instaurarse, poco a poco, en la corte. Había sido un momento crítico: perder la baza de la autoridad papal habría supuesto un durísimo contratiempo. Quién sabe si no hubiera supuesto además la pérdida del centro religioso en favor de la monarquía francesa.
            Felipe II estaba exultante: pidió que se cocinase capón para la cena, y se pasó gran parte del día escribiendo cartas a sus embajadores y a sus virreyes. Sin duda, la noticia era grandiosa. Aún lamentaba la muerte del anterior Padre de la Iglesia, pero sin duda, da Nuce era el digno sucesor de Gregorio XIV. Al ser un allegado suyo, no le costaría demasiado convencerle de lo que le convenía. Además, había llegado tan alto gracias a su ayuda, así que el cardenal debía estarle cuanto menos agradecido. Pero ya habría tiempo de recorrer esa vía.
            Rodeado de encinares, mientras paseaba, no podía dejar de pensar en la importancia de su éxito: no era una victoria definitiva ante los franceses, pero sin duda ésta investidura jugaría un papel capital en el camino hacia la victoria. Aún así, se decía, debía ser precavido: esto sólo era una pequeña ventaja. Lo peor estaba aún por llegar.
            Aún así, el triunfo le sabía amargo. Era muy importante, pero la gente con la que le gustaría celebrarlo no estaba allí. Y se antojaba urgente escribir a su hija Catalina Micaela. En cierto momento, el anciano rey pensó que podría llegar a acostumbrarse a su ausencia, pero lo cierto era que no había sido así. Es más, a cada día que pasaba podía sentir cómo el dolor de la ausencia se iba haciendo cada vez más grande, cada vez un poco más, aumentando la hondonada que se albergaba en su interior desde largo tiempo atrás. Aún podía ver a sus dos hijas jugar y reír, como un recuerdo que se evaporaba con cada soplo de viento.
            Sin embargo, el dolor no se iba. El dolor nunca se iba.
            Como en tantas otras ocasiones, puso rumbo a Palacio para escribir a su hija, para evadirse de aquello que le atormentaba y de lo que no podía huir. Atravesó encinares y alamedas por los caminos de tierra que había ordenado trazar, hasta que por fin llegó a su alcoba, y lo predispuso todo para la carta.
            “Madrid, 18 de diciembre de 1591.”
            Efectivamente, pronto sería año nuevo, y habría que afrontar nuevos retos.
            “Después que os escribí el 15 del pasado han llegado vuestras cartas del primero y 25 de del mismo, con lo que me he holgado por la nueva de la salud de todos.”
            ¿No existía una forma mejor y más rápida de transportar sus cartas? Lo duro no era pensar que su hija se podía haber olvidado de escribirle, sino ese pensamiento que le corroía por dentro, de que podían haberse extraviado sus cartas. Cuando éstas se prolongaban en el tiempo, siempre albergaba la sensación de que se estaba perdiendo algo. Y, en el fondo, era así: estaba perdiéndose una parte de la vida de su hija.
            “También las he tenido del Duque y dice que pensaba veros presto y holgaría que lo hubiese hecho por muchos respectos que lo obligan a no andar tan aventurado; vos recomendadle siempre lo que os he encargado otras veces de mirar por su seguridad y salida de lo que emprende, como decís que le hacéis, pues va en ello lo que veis.”
            No sería la primera vez que el Duque de Terranova tenía algún contratiempo en sus misiones por su carácter impulsivo. Si no lo domaba, podría llegar a costarle la muerte, y no podía permitirse el monarca perder a figura tan valiosa para el juego en el continente. Pasó a compartir el júbilo por las buenas nuevas.
            “Tenéis razón en estar contenta por el nuevo Papa, y así lo estamos todos. Vuestra hermana está del todo buena y también vuestro hermano y yo.”

            En Palacio, nunca pasaba nada. Daba gracias al cielo por que siguiese siendo así. Tras dar las datas y despedirse, esperó hasta la hora de cenar observando su escudo heráldico. Todo aquello que estaba representado era suyo. Todo. Y, sin embargo, sólo ansiaba lo que no podía obtener: ver a Catalina Micaela.

domingo, 14 de diciembre de 2014

La colina

            En la cima de la colina, no había nada que pudiese hacerle daño.
            Phil sentía como los copos de nieve caían sobre sus mejillas, sobre su recortado pelo, sobre sus callosas manos, sobre sus descalzos pies… Cada paso era una sensación de paz completa, cada brisa era como un sueño perfecto, cada copo era una oportunidad más de empezar de cero…
 «Lástima que esto no sea real.» Phil sabía perfectamente que tarde o temprano aquella realidad utópica desaparecería bajo sus pies, y que volvería a la fría celda en la que llevaba confinado ya tres meses. «Esperando lo inevitable. » Mientras miraba hacia adelante, no podía dejar de sentir calma, una calma que le había abandonado desde que todo esto comenzó. Ni siquiera las cada vez menos frecuentes visitas de Susan le calmaban ya. Pero en aquel momento nada importaba, se sentía en una contrariada paz que no podía justificar con palabras, pero que era muy grata.
Delante suya, la colina se extendía en un leve descenso hasta donde le alcanzaba la vista, inconmensurable, virgen, eterna. Una nieve recién posada cubría la hierba verde, mientras que los pocos arbustos que se hallaban en las cercanías quedaban cada vez más enterrados bajo una circunstancia caprichosa del azar. Los copos caían lentamente, pero solemnes; firmemente, pero delicados, mientras Philip daba un paso tras otro, uno tras otro, en ninguna dirección concreta y en todas a la vez. Y casa movimiento le otorgaba un grado más de felicidad, por pequeña que fuese. «No podría ser más feliz.» Pero sabía que en eso se equivocaba. Había llegado a ser muy feliz tiempo atrás: aquella noche, cuando por fin reunió todo el valor y decidió pedir matrimonio a Susan, cuando vio cómo sus hoyuelos se iban poniendo colorados por momentos, y como esbozaba una sonrisa de una dulzura tal que Phil creyó que se derretiría como un helado de vainilla. O por ejemplo, el momento en el que, abrazados en la cama, Susan le había confesado que estaba embarazada.
-Pronto tendremos a un mini Philip.
-O a una mini Susan. – Había replicado Phil mientras una lágrima recorría su rostro. – Tengo… un presentimiento.
-¿Un presentimiento? – A Susan le encantaba hablar sobre conjeturas. - ¿Y qué nombre le pondríamos al bebé?
En la oscuridad de su celda, aún se sorprendía lloriqueando mientras recordaba el momento en el que ambos, desnudos, habían dicho a la vez un nombre: Lucy. Todas las noches lloraba en su camastro hasta quedarse dormido, mientras fuera Susan y el teniente Salmons luchaban por sacarle de la cárcel. Mientras su prometida se partía la cara contra diestro y siniestro, él no hacía más que maldecirse por quedarse confinado sin poder hacer nada. «Soy un inútil, un pelele. »
Pero eso en aquel momento no importaba. Por primera vez en mucho tiempo, podía sentir el aire erizando los pelos de sus brazos, la nieve empapando sus pies al derretirse por su calor, la nada inundando su mente. ¿Sería ese lugar aquello a lo que llamaban en Nirvana? Phil no solía creer en esas cosas, pero conocía gran parte de esos términos por influjo de Susan. Phil no podía dejar de pensar en su condición de cristiano, a pesar de considerarse agnóstico. Como él siempre decía, nadie le había preguntado qué quería ser, y como tantos otros, había sido bautizado al poco de nacer. No era algo a lo que le diera vueltas a menudo, pero su personalidad le obligaba a considerar como una tara aquello que le había venido impuesto, como su educación, o las leyes. Por ello era activista, por ello y por su intención de legarle a los hijos del mañana una Distopia mejor.
«Dichosa isla. Mientras que la gente pelea en una guerra absurda, yo estoy disfrutando de unas vistas preciosas. Mientras que mi pueblo se desangra, yo me encuentro en paz. Y lo peor es que no me preocupa. »
Phil no pudo evitar soltar una carcajada de felicidad plena, mientras se dejaba caer de rodillas en la nieve. Después soltó un grito, y escuchó como el alarido se extendía por la colina en un eco que llenaba un silencio armónico y melodioso. Alzó la vista, y dejó que se le llenara la cara de copos inconexos y uniformes, mientras la brisa mecía su camisa de cuadros abierta y su camiseta naranja. Llevaba la misma ropa que el día que se prometió con Susan, pero estaba descalzo, y no podía explicar qué quería significar aquello. En cambio, sus pantalones, a pesar de ser los mismos, estaban desgastados, y tenían roturas en las rodillas y en el dobladillo, posiblemente por el uso. Pero Phil sólo usaba aquellos pantalones tan caros en ocasiones especiales. Y, en cambio, le daba igual.
Mientras se levantaba, oyó como alguien le devolvía el grito. Era una carcajada, una risa de mujer. «Susan. – Pensó. – No, Susan no tiene una risa tan aguda. » Extrañamente se sintió inquietado, y comenzó a mirar a su alrededor: tras él se alzaba un bosque de secuoyas, tan altas que parecían soportar el cielo, con unas ramas que se entrelazaban entre sí e impedían ver el cielo. Las hojas se mecían a merced de la brisa, mientras que el cielo, encapotado por las nubes, se movía lentamente hacia Phil. Pronto volvió a oír la risa, provenía de detrás suya, colina abajo. Phil se volvió, y comenzó a caminar lentamente.
Tras caminar un rato, llegó a un sendero de tierra sobre el que no se había depositado la nieve. Al contrario, era como si alguien hubiese recogido la nieve y la hubiese echado a los laterales, para poder dejar visible el camino. La nieve se apilaba en los laterales, como paredes sin salientes, sin nada que permitiese subir por ellas. A los lados, la colina subía de nuevo, con una brusquedad que impedía subir descalzo. La única forma que tenía Phil de continuar su camino era seguir por ese camino. O volver al bosque, pero tenía la extraña certeza de que si volvía al bosque, volvería a su celda. Estaba completamente seguro de que el bosque era una metáfora demasiado amable de su calabozo, y no pensaba renunciar a esta libertad. Ni siquiera echaba de menos a Susan.
Allí, al pie del camino, el viento comenzaba a azotarle más fuerte. Ya no era la brisa agradable que mecía su ropa, sino el comienzo de una ventisca que no le dejaba pensar con claridad. Sabía que si seguía allí, con el viento golpeándole desde un lateral, acabaría por destemplarse, y no tardaría mucho en quedarse congelado. Pero, inexplicablemente, sentía miedo de continuar. Tenía miedo de lo que pudiese encontrar adelante, en un espacio tan pequeño con ese camino con forma de pasillo. El viento quería decir algo, si no, ¿Por qué se había vuelto tan violento? Algo no quería que continuase hacia adelante. Tal vez fuese la propia colina, o tal vez fuese su subconsciente. Nunca había sido un hombre excesivamente valiente, y tenía miedo de más cosas de las que le gustaría. Pero siempre que las adversidades le habían puesto a prueba, había respondido. A veces sus nervios también gustaban de jugarle malas pasadas, y por ello se consideraba un maniático adicto al orden personal. O un maniático de su orden, o un maniático de su conducta, o un maniático de su forma de parecer. Siempre que pudiese actuar a su modo, lo haría, y la novedad lo incomodaba. Tal vez fuese sólo eso: al fin y al cabo, siempre podría volver hacia atrás.
Pero no lo hizo.
Primero posó el pie derecho en el camino. A continuación posó el izquierdo y, lentamente, comenzó a caminar por el sendero de tierra. En cuanto entró en el camino, las paredes actuaron de cortavientos: ya no sentía frío. Si, las piedras del camino se clavaban en sus pies y le incomodaban, pero siempre era mejor eso que quedarse en aquella ventisca. Además, tenía la certeza de que, aunque volviese atrás, la subida por la colina al retroceder sus pasos no sería igual de placentera. Por ello se obligó a continuar, a pesar de las molestias que le causaba andar por la tierra.
Tras unos minutos, decidió parar de golpe. Delante de él se encontraba un hombre rechoncho, ataviado con una casaca azul, y portando un tambor que le cubría el torso entero. Phil aguardó a ver qué era lo que hacía, pero el tamborilero simplemente se limitó a señalar hacia él con una de las mazas. Phil miró con curiosidad al hombre ataviado con la casaca a la manera militar, hasta que oyó el traqueteo rítmico de otro tambor detrás suya. Phil se dio la vuelta, y pudo observar a otro hombre.
Tenía un tambor posado en la tierra, más grande que el del hombre de la chaqueta azul, y vestía con una casaca roja. Frente a la gordura del hombre de azul, el tamborilero de rojo se encontraba escuálido, casi famélico, pero portaba una maza el doble de grande que la del otro hombre. Aquello lo desconcertaba, pero no podía comparar a ambos. «A su manera, - se dijo, - los dos son ricos. Uno tiene la riqueza material, y otro la riqueza espiritual.» Pero no se atrevía a declarar cual era cual.
El hombre de la casaca roja comenzó a tocar lentamente su tambor, acompasado, mientras poco a poco iba aumentando la fuerza de los golpes, aumentando de esta manera el sonido. Phil se volvió, y el hombre paró. Fue entonces cuando el hombre de la casaca azul, que había acercado su ancho cuerpo a Phil, comenzó a tocar con las dos manos, al contrario que el otro tamborilero. Por el contrario, sus golpes fueron mucho más rápidos, con una técnica única, usando unos poli ritmos que parecían de un estudiante de conservatorio. Una técnica inusual para un simple percusionista. Phil le dio la espalda, y se sorprendió al ver al hombre de la casaca roja tan cerca, pero el hombre de azul no había parado en esta ocasión, y el otro no se esperó, y comenzó a tocar, cada vez más fuerte.
Phil estaba rodeado. Se lo decía su cuerpo, atrapado entre los dos tambores, se lo decían sus oídos, incapaces de centrarse en uno de los instrumentos, se lo decía su mente, incapaz de evadirse del ruido. El sonido de los dos tambores atronaba de una manera sobrenatural, como si se tratase del sonido de disparos en una aldea silenciosa. El ruido destruía la paz, y obligaba a los vecinos a asomarse a las ventanas, mientras muchos de los lugareños eran abatidos por los tamborileros. Los trozos de nieve caían de aquellas ventanas ficticias de forma brusca, mientras Phil alcanzaba a oír aullidos desgarradores de hombres y mujeres por igual, de ancianos y de niños sin distinción. Phil no podía huir de su celda, ni de la cárcel, ni de Distopia.
-Todo esto lo he provocado yo. – Dijo en voz demasiado baja para que nadie pudiese escucharle. – Todo esto es por mi culpa. ¡Es una batalla absurda! Los dos tienen sus partes buenas, ¡son hermanos! ¡No tienen por qué enfrentarse entre ustedes! ¡Cooperen en una sola dirección, por un mañana mejor! Paren… Paren… ¡PARAD!
El silencio y la calma volvieron al sendero. Cuando Phil abrió los ojos, pudo ver la desolación que se había apoderado de aquel lugar. Las paredes de nieve se habían derrumbado, e impedían avanzar hacia adelante, dejando de esta manera al descubierto los laterales desnudos de la colina bifurcada: las raíces, la tierra, la piedra. La nieve que se había caído estaba teñida de rojo, y un humo tenue ascendía hacia el cielo, que rompió en una tormenta. Phil se empapó por completo, mientras trataba de buscar una explicación a todo aquello. «Si esto es una broma, quiero que se disculpen. Todo era perfecto…»
Pero nadie llegó. Ni tan siquiera cuando llegó al comienzo del camino, desandando sus pasos, cuando se detuvo a ver como la lluvia deshacía la nieve de forma inexorable. Nada es eterno.
Cuando terminó de subir por la colina, divisó al comienzo del bosque una figura femenina. La risa volvió a desplazar al silencio, mientras allí donde había nieve humeaba y dejaba ver el verdadero panorama de la colina: tierra calcinada, arruinada, desbrozada. Pero nada de aquello era tan desalentador como la figura que se alzaba ante el bosque. Marlene disfrutaba comiendo una manzana cuando Phil llegó a ella. Ella le dedicó una sonrisa inocente, mientras apuraba el hueso de la manzana.
-Supongo que tienes muchas preguntas que hacerme. – Comenzó ella. – Supongo que yo a ti también.
-Sé quién eres. Estás muerta.
-Lo estoy. Y sé quién eres tú. Tú también estás muerto.
-No. – Phil respondió sin dudar. – No lo estoy.
-Lo estás, desde el momento en el que entraste en esa celda. - Marlene comenzó a fumar de un cigarrillo que apareció de la nada. – Todos lo estamos. Desde el momento en el que nacemos, comenzamos a morir lentamente. Es lo caprichoso del destino…
-Estás muerta, lo vi en la tele. Te vi cuando levantaron tu cadáver, el día que le pedí matrimonio a Susan. Estás muerta. – En ese momento, Phil se dio cuenta de que había dicho demasiado. - No debí decir eso.
-Y ahora mi padre te acusa de haber sido tú, ¿verdad?
-Si. – Era estúpido negar aquello.
-Eres una pieza demasiado importante en el tablero. Tu posición ahora mismo es delicada: eres como el alfil condenado. Si te mueves a cualquier lado, mi padre le hará jaque al rey, y se pondrá fin a la partida. Supongo que ya has visto a los tamborileros.
-Y supongo que tú los conoces bien. – Si ese era el juego al que Phil tenía que jugar, jugaría a los enigmas también.
-No suelen ser tan ruidosos, pero las últimas noticias les han obligado a serlo. – Marlene le dio una nueva calada al cigarrillo. – He oído que el norte quiere independizarse y fundar Nueva Distopia. ¿Es eso cierto?
-Si. O al menos, eso es lo que me dijo Susan. Pero Kirk también lo corrobora. No lo sé, no puedo recibir noticias del exterior.
-Respuesta errónea. – Marlene se subió de un salto a una secuoya, a una de las ramas bajas, mientras la lluvia amainaba. – Quiero que seas sincero en la próxima pregunta, porque si no, será la última. Puedo controlar el cielo, y si no me gusta la respuesta, haré que caiga un rayo sobre ti, y despertarás. – Marlene se colgó cabeza abajo, dejando que su frondosa melena cayese hacia el suelo. – Te toca.
-Me toca… - Phil sólo tenía una pregunta, pero temía conocer la respuesta. - ¿Conozco a tu asesino?
-¿Mi asesino? Mi padre dice que eres tú, ¿Y quién soy yo para contradecirle? Sólo tengo 19 años, no sé lo que hago…
-Los dos sabemos que tu padre no tiene razón.
-Es cierto. – Los ojos de Marlene se llenaron de malicia. – O quizá no. Con tus campañas de descrédito hacia la empresa de mi padre, también me hacías daño a mí. ¿No es gracioso? Yo participaba en tus manifestaciones, en tus actos de propaganda, en tus mítines… Todo para ver como mi padre se tiraba de los pocos pelos que le quedaban y así verle fuera de sí. – Marlene soltó una carcajada llena de satisfacción. – Pero cuando más roto le vi fue el día de mi incineración. Ese día bien habría merecido un brindis, ¿No crees?
-No querías mucho a tu padre.
-Creo que era recíproco. Y creo que yo soy un instrumento para acabar con tu corporativa. Que te quede claro, Philip S. Jenkins, eres un medio, no un fin. El fin es acabar con tu corporativa, no contigo. Tú no eres nadie, sólo una cara bonita contra el que dirigir los ataques. Así desacreditan a tus amigos.
-Puede que tengas razón. – Phil sentía la bilis subir por su tráquea, se estaba poniendo malo.
-Créeme, la tengo. Y también la tengo cuando digo que me toca. ¿Es cierto que Susan está embarazada?
-Si. De una niña, espero.
Marlene miró a Phil con ternura. Después volvió a hablar.
-Tienes razón.
-Tengo razón. – Repitió Phil de manera monocorde. ¿Qué quiere decir eso?
-Phil, la próxima vez que Susan venga a visitarte, debes decirla que se marche. No puede hacer nada por ti.
-No puede hacer nada por mí. – Volvió a repetir Phil.
-Mi padre te quiere muerto. Por tanto, estás muerto. Cuanto más tiempo pase Susan aquí, en el oeste, más tiempo estará poniendo a vuestra hija en peligro. Debes ponerlas a salvo a ambas. El este es más seguro.
-El este es un polvorín. – Phil estaba al corriente del transcurso de la guerra. – Mis chicos no pueden contra un armamento tan sofisticado. Antes de que acabe el año, habrán muerto. Y yo con ellos.
-Y tú con ellos, jamás te esfuerces en negarlo. Pero no seas tan egocéntrico, no estamos hablando de ti.
-Jamás podré ver a mi hija.
-Jamás podrás ver a tu hija. – Marlene imitó a Phil mientras bajaba de la secuoya. – Pero te alegrará saber que tu hija está destinada a hacer grandes cosas.
-No. No podré verla nacer. No podré verla crecer. No podré verla llorar por un desamor, ni verla graduarse en la universidad. No podré verla casarse, ni podré verla tener a sus propios hijos. No podré llamarla por su nombre, ni decirla te quiero. Porque estoy muerto.
-Porque estás muerto. – Corroboró Marlene. – Aún no te has dado cuenta. Todo eso que has dicho, todo aquello que no podrás ver… Es todo aquello para lo que te han programado. Eso es lo que la sociedad espera que hagas. Eso es lo que los accionistas de mi padre quieren que hagas, lo que el presidente de Distopia quiere que hagas, lo que Ramsey Bell quiere que hagas, lo que mi padre quiere que hagas. Dales una patada en la boca a todos ellos, y muérete sin hacer ruido.
-Puede que estés en lo cierto. – Phil no quería seguir discutiendo, la conversación lo irritaba.

-Estoy en lo cierto. – Marlene volvió a repetir lo que había dicho Phil.- Y muy pronto lo comprobarás en tus propias carnes. 

jueves, 24 de abril de 2014

Pareidolia

La lápida transmitía una sensación de frialdad y letargo, mientras la lluvia mojaba al ángel de mármol. De sus alas goteaban pequeñas cascadas de agua, mientras que la flecha que se encontraba en su mano izquierda apuntaba hacia el abismo de la pérdida. Hacia el abismo de lo inevitable.
El sueño marchito se postraba impasible sobre las palabras más dolorosas que se pueden leer, las palabras que anuncian el punto de no retorno, que anuncian el final del camino, y que se ríen de los que ven la muerte cara a cara.
“Tus amigos y tu familia no te olvida”.
Tus amigos no te olvidan. Qué irónico.
Tiempo atrás, esas palabras habrían parecido insultantes hasta al mayor de los filántropos, debido a la poderosa carga y al inconmensurable significado que encerraban. Hoy, no eran más que una mofa sarcástica de un tiempo que se había esfumado con la misma facilidad con la que llegó. En un tiempo en el que aquel joven habría recibido un funeral con honores, los niños habrían llorado a los pies del féretro con la esperanza de que aquel cuerpo inerte pudiera levantarse de nuevo y revolverles el pelo, como tantas otras veces. Grandes celebridades que nunca conocieron al muchacho llorarían su actuación para hacerse eco y aumentar su propia fama. Como aves de carroña, aprovecharían el cuerpo indefenso para alimentarse de él.
Hoy, ni siquiera las aves de carroña quieren acercarse a este cuerpo consumido por la droga, la desidia y la soledad. Hoy sólo figuras anónimas valientes son capaces de reunir el valor de acercarse al entierro de una persona a la que dieron la espalda. Ni siquiera en la muerte nos abandona la hipocresía humana.
Mientras la lluvia cae con la parsimonia que en otro tiempo sería intranquilidad y desasosiego, aquellos falsos afligidos lloran a la persona que tiempo atrás les llenó de felicidad, y que cuando necesitó de su ayuda, se encontró ante el frío muro de hormigón: la realidad.
Siempre ha sido así.
Hoy no habrá un discurso grandilocuente de ningún amigo cercano. Hoy no habrá ninguna lágrima sincera, ni ninguna anécdota que saque una sonrisa. Hoy no hay ni pena en aquel lugar. Y esa es precisamente la pena.
Y yo, mientras le echo un trago a mi petaca, trato de recordar qué demonios hago aquí, en el funeral de una persona que me es indiferente y hacia la cual nunca he sentido ningún apego. Supongo que, como miembro más de esta sociedad de ovejas sin personalidad, me he dejado arrastrar en esta espiral nueva de hipocresía camuflada por carrillos sonrosados y olor a sudor rancio mezclado con la última colonia de moda. Yo, rodeado de gente que esta noche dormirá tranquila por puro auto convencimiento, sopeso la posibilidad de acabar con todo esto y largarme a hacer algo productivo. Al fin y al cabo, no todas las ovejas deciden pasar una tarde de domingo en un funeral.
Y mientras que siento la necesidad de mostrarme apenado por la pérdida de aquel joven prometedor, mi cabeza no deja de pensar en lo artificial que me resulta todo esto. Tan artificial como el producto en el que convirtió su propia imagen: aquel joven vendió su originalidad y su propia identidad por un puñado de billetes. Un puñado de billetes que le ha llevado a lo que es hoy, una masa inerte que apesta a maquillaje y a ansiolíticos.
Debo insistir en lo irónico de la situación. Porque no hay otra palabra que describa mejor este show.
Justo en frente del féretro, encontramos a la apenada madre, que a base de vótox e implantes mamarios se fundió la mitad de la fortuna de su hijo, incluyendo los papeles de divorcio de su marido y su matrimonio con el mejor amigo de su hijo. Al lado se encuentra el susodicho, con un chándal de nike pagado por su mejor amigo, y con una gorra ladeada en la que se ven inscritas las letras NY. El padre del joven se encuentra al otro lado de la bancada, y parece el único realmente apenado. Probablemente sea porque fue el único que no sacó tajada de la carrera prolífica pero corta de su hijo. Claro que igual influye el factor de que reventara a base de palizas a su hijo desde los siete años. Ese vago inútil y chupóptero llenó de deudas y de desgracia a su familia, llevando a su ruptura. Los últimos años los pasó acostándose con una prostituta sifilítica en un motel de las afueras.
Al lado del mejor amigo se encuentra la que hasta hace veinticuatro horas era su novia, secándose con habilidad los ojos poco a poco para que no se le corra la línea de rímel. Porque, como dice la televisión, nunca debes perder tu glamour, estés en un entierro o tengas veintidós años y estés encocada hasta las cejas. Cocaína que, para variar, había pagado su novio.           Qué irónico.
En las bancadas centrales podemos encontrar a gente de toda índole: su representante, que se encuentra allí por el mero hecho de no desperdiciar un solo foco de las cámaras, y que mientras comenta lo apenado que se encuentra por la muerte de su cliente, calcula mentalmente las pérdidas que tiene por el incumplimiento de contrato. Y es que ninguna cláusula de contrato debería hacerle pagar al difunto una indemnización por incumplimiento. Cerca de él se puede ver al resto de la banda, que aunque muestra signos de lo que parece haber envejecido diez años en una sola noche, sopesan quien podría ser el sustituto idóneo para su amigo cadáver. Posiblemente un nuevo Abraham Mateo, el próximo niño promesa del que se aprovechen sus padres, amigos y vecinos. El nuevo niño prodigio al que le chupen la vida hasta consumirlo. El ciclo de la vida nunca debe parar.
Poco a poco, un sacerdote se acerca a un estrado improvisado, que soporta carteles propagandísticos de aquellas bandas que patrocinaban al fiambre: Axe, McDonalds, KFC,las fuerzas armadas… Y comienza una locución monótona, unísona y predecible, con dejes en las palabras que denotan síntomas de embriaguez que se suma al tono de anciano decrépito que tiene. Y mientras la saliva se acumula en las comisuras de sus labios, la novia del difunto acerca su mano lentamente a la pierna del mejor amigo, que esboza una sonrisa disimulada por respeto a su esposa. Una esposa que, dicho sea de paso, está pintándose como una puerta. La lluvia no cesa, y los pocos paraguas que se encuentran en perfecto estado no son capaces de resistir la feroz caída de agua. Donde antes podía haber una pena fingida, artificial o falsa, ahora sólo hay ganas de que el viejo acabe su discurso, para poder irse a casa y cambiarse de ropa. Para poder proseguir sus vidas.
El anciano habla y dice cosas y parlotea y no se calla. Y nadie le presta atención, porque la gente sólo recurre a Dios cuando se ve desesperada. Puede que dentro de unos meses, cuando el grifo de dinero se agote, y no queden más posibilidades de lanzar al mercado recopilatorios, todos esos hipócritas disfrazados de samaritanos recurran a la parroquia más cercana para pedir auxilio al Dios que nunca escucharon, en una relación recíproca. Pero ahora los pocos niños que hay hacen bromas sobre los gapos que suelta el pobre hombre al hablar con su tono desganado, diciendo sandeces que ni él mismo se cree y que a nadie le importan. Si fuera inteligente, interrumpiría esa sarta de frases hechas y se iría con dignidad, pero este no será el caso. Ni este ni ninguno. Hasta la Iglesia quiere hacer caja en un día como hoy.
Mientras el sacerdote llama a todos a la oración, la novia del difunto acaricia la entrepierna de su mejor amigo con sensualidad y delicadeza, y su mejor amigo responde quitándose la gorra y colocándosela en la entrepierna para que su mujer no la vea. Y lo irónico de todo esto es que el parásito que se acuesta con su madre, está a nada de hacer lo mismo con su novia, pero tiene la decencia de taparse para no hacer el numerito delante del cuerpo de su amigo. Todo un detalle sin duda.
El discurso finaliza, y el anciano baja del estrado, tropezando y cayendo sobre un charco de barro, que mancha parte del féretro blanco con el símbolo de su banda y de Apple, y parte del marco en el que se encuentra el retrato del difunto. Y yo río para mis adentros sabiendo que yo soy el peor de todos.
La gente comienza a levantarse para irse. El primero es el representante, que tiene que coger un vuelo importantísimo a Hong Kong para ir a una fiesta privada de Britney Spears para promocionar su último álbum. Le sigue su banda, que ya no se esfuerza en mostrar pena, y van recordando el desfase de la noche pasada. La comitiva en general se marcha sin demasiado reparo, finalizando con la novia, que mira al mejor amigo, que está abrazando a los últimos esfuerzos de una madre por enternecer a un yogurín que ahora mismo piensa con la tangente, y que no dudará en acostarse con la novia de su mejor amigo aún cuando su cadáver aún está caliente. No desaprovechará la menor oportunidad.
El único que no se marcha es el padre, que se arrodilla frente al ataúd y rompe en un mar de lágrimas. Y mientras pide disculpas, no deja de besar mi foto.
Me acerco lentamente a leer la lápida, donde pone: John Cornell, alias “The heartbreak kid”. Tus amigos y tu familia no te olvidan.
John Cornell.
Mi nombre.

Al fin y al cabo, todo se reduce a la ironía.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Irina



El bebé había llorado de forma desconsolada durante toda la noche, y ni siquiera Irina conseguía calmarle. Su pequeña estaba pasando mucha hambre, pero no era la única, ni mucho menos. Irina no podía culparla: debía hacer todo lo posible por alimentarla. Sus pechos no daban la leche necesaria para saciar su hambre, y cada día que pasaba daba menos. Sus nervios no hacían más que quemar poco a poco los cartuchos que le quedaban dentro, e Irina era muy consciente de ello. Aún así, no podía perder la esperanza.
Mientras veía el humo que llegaba tras las explosiones, pensaba dónde demonios debía estar Serguei. Ya habían pasado cuatro días desde que le prometió que volvería, y desde que le dijo que no se moviera de allí. Pero cuatro días eran demasiado tiempo incluso para él, y en cierto modo Irina estaba muy intranquila, y tenía miedo por él. Igual lo habían atrapado, o igual no había tenido más opción que huir sin ellas. Esa opción la irritaba, pero siempre era mejor eso que morir. No, Irina se pasaba las noches negándose lo que podía ser inevitable. Serguei no podía morir.
Irina intentó de nuevo tratar de alimentar a su pequeña, y sacó un pecho por encima de su ropa. La pequeña, al ser acercada, comenzó a chupar con ansia y con desesperación, y rompió en un llanto mayor que el anterior al ver que no podía sacar nada. Irina comenzó a llorar también, y abrazó a su bebé contra su pecho, con la esperanza de que así se calmara su llanto. Pero no fue así.
Comenzó a acunar a la pequeña, que lentamente cesaba en su llanto. Irina se movía de lado a lado de su habitación, mientras las lágrimas corrían sus sonrosadas mejillas. Pensaba en qué podía hacer si al amanecer Serguei no aparecía. Sabía que ahí fuera podía tratar de competir con el hambre, con el miedo y con el desprecio de los demás. Pero si había algo con lo que no podía competir, era con el frío. Y sabía que su bebé no sería tan fuerte. La pequeña estaba tan muerta de hambre que había irritado los pezones de su madre, debido a los dientes que comenzaban a salir, y su madre sabía que no aguantaría más de seis horas en la intemperie. Ninguna de las dos disponía de ropa desde que se fueron de su hogar.
Hacía dos semanas desde que tuvieron que abandonar Irina, Serguei y el bebé su casa de Sujumi para tener que refugiarse en el distrito vecino de Samegrelo-Zemo Svaneti. Pero al llegar a la ciudad de Zugdidi, aquella familia vio como la ciudad estaba siendo cercada por el ejército invasor. Mientras caminaban entre las pilas de cadáveres calcinados y respiraban las nubes de ceniza que no dejaban ver el cielo, Serguei intentaba buscar un refugio para los tres, sin demasiado éxito. Tras mucho andar y buscar, decidió que lo mejor era refugiarse entre los escombros, donde el ejército no volvería a buscar. Fue así como encontraron la casa en la que comenzaron a vivir, con el miedo en el cuerpo. Cuando dormía, el más mínimo ruido les despertaba, y hacía que Serguei cogiera su fusil y apuntara a las escaleras que daban al piso inferior. La casa era una sola habitación habitable, ya que los pilares del techo hacían imposible pasar a otras habitaciones. La puerta de entrada a la casa estaba en el suelo, partida en dos, y las ventanas eran trozos de cristal que se distribuían por todo el suelo. Una de las paredes, además, estaba medio derruida, y hacía que entrara el frío por una apertura del tamaño de una pizarra. No había luz, ni agua. Lo único que parecía cumplir su función era el camastro en el que dormían los tres acurrucados.
Cuando el ejército invasor entró en Sujumi, Serguei y los suyos se vieron obligados a partir al este, a las zonas más alejadas de los conflictos bélicos. No pudieron llevarse ropa, ni comida, ni agua. Tuvieron que irse con lo puesto, corriendo para huir de los soldados. Al principio, todo el vecindario se unió para intentar protegerse entre si, pero una que vez el ejército tomó posiciones en los edificios, los abatidos comenzaron a multiplicarse exponencialmente. Serguei e Irina decidieron abandonar al grupo en cuanto cayeron los primeros, y desde entonces no supieron nada del resto del grupo.

Irina comenzó a cantar una nana a su pequeña, que parecía dormir más por agotamiento que por sueño. Irina solía mover a la pequeña cada poco tiempo, y obligarla a llorar. Ninguna de las dos descansaba de esa manera, pero así al menos Irina se aseguraba de que la pequeña no había perecido al frío. En sus muchos años como instructora de música, Irina había llegado a componer sus propias nanas, que se hicieron muy famosas en la ciudad. De hecho, las noches que Serguei llegaba tarde, tenía por costumbre escribir en su cuaderno negro nanas a las que llamaba “las nanas de los pesimistas”. Soñaba con poder ambientarlas con guitarras acústicas, trompetas y acordeones, y con poder venderlas. Esas no las enseñaba.
Cuando Serguei llegaba borracho a casa, no había quién le parara. Tras los golpes que le daba por no ser la esposa ideal, Serguei se tumbaba encima suya y trataba de moverse lo poco que podía sin vomitar. Irina pensaba que esa situación debía cambiar, pero no tenía ningún sitio al que ir. Y menos cuando se enteró de que estaba embarazada. Al enterarse de la noticia, Serguei sufrió un cambio radical. Dejó la bebida y se convirtió en el novio modelo. Escuchaba pacientemente los ensayos de Irina, y hasta encontró un empleo. La noticia del bebé le cambió por completo.
De eso hacía año y medio, y las cosas habían cambiado demasiado, y demasiado deprisa. Irina miraba la foto de Serguei y pensaba en lo afortunada que se sentía al haber traído al mundo a aquella criatura, que había cambiado a aquel demonio en el ser más angelical que conoció. Irina lloraba, por el miedo a perderlo todo, por el miedo a comenzar de nuevo, por el miedo a ver el cielo azul y quedarse ciega. Lo único que quería era que su pequeña dejara de llorar por el hambre, encontrar unas cuatro paredes y un techo sin roturas, y que Serguei volviera.
Al establecerse en aquel lugar, Serguei e Irina se prometieron que al menos uno de los dos trataría de sobrevivir con el bebé. Cuando oían el ruido de los carros de combate por las calles, Serguei se escondía con el bebé entre los escombros, e Irina se tumbaba en el camastro, aparentando soledad. Más de una vez los soldados la habían encontrado tendida, y ante las negativas de ella, la habían forzado hasta que Irina perdía el conocimiento. Serguei deseaba gritar y salir de su escondrijo para darles a esos cerdos su merecido, pero sabía que si lo hacía les condenaba a los tres. Y más si le encontraban. Desde que comenzaron los fusilamientos a las afueras de Zugdidi, la ciudad había quedado semidesierta, y sólo quedaban en ella huérfanos, enfermos y viudas. Todos los que podían huir o lo habían hecho, o habían sido fusilados. Los ancianos sufrieron la peor parte, dado que el ejército consideraba un desperdicio darles la clemencia de la bala en la sien. Les degollaban, proporcionándoles una muerte lenta y dolorosa. Si había parejas de ancianos, mataban primero a la mujer, para que el pobre hombre sufriera dos veces. Cuando encontraban una viuda o una joven, la violaban, y cuando encontraban a un niño…
Era por ello que no podían permitir que encontraran a la niña. Podían arriesgarse a perderse el uno al otro, pero la niña debía sobrevivir. Era el nexo de la pareja, lo que les había vuelto a enamorar. Era lo único bello que les quedaba, y no podían arriesgarse a perderlo. Por ello, cuando aquellos dos soldados subieron y encontraron a Serguei escondiéndose, lo llevaron sin miramientos agarrándole del brazo. Serguei le pidió a Irina que no se moviera, por el frío que cada vez era mayor; que le esperara, y le prometió que volvería pronto.
De eso hacía ya cuatro días. Y Serguei no había dado señales de vida. Era hora ya de tomar una decisión, por dura que fuera. E Irina lo vio claro: debía echar a andar, con la niña en sus brazos, y tratar de huir lo más lejos posible. Y si no, al menos morirían juntas. Antes de echar a andar, miró a su pequeña, y le susurró al oído los sentimientos más profundos que podía albergar en ese momento:
“-He intentado luchar por las dos, pero la noche es tan oscura… Pensé que él volvería, pero se ha olvidado de nosotras. Estoy tan desesperada por intentar evitar que tengas que vivir este infierno… Y por eso, cada vez que dejas de llorar, y cierras los ojos, mi alma se cae al suelo y sufro por pensar que es la última vez que oiré tu voz. No puedo perderte, no quiero perderte. ¡No quiero irme sin ti!”
Irina rompió a llorar, completamente en silencio para no despertar a la pequeña. A pesar de que no quería que durmiera, sabía que si no dormía, acabaría muriendo de cansancio. Quizá fue por eso por lo que no prestó atención a que alguien subía. Cuando aquel hombre se quedó quieto en el umbral, contempló a la tierna madre ahogando sus lágrimas, que miraba por la ventana. Al darse cuenta Irina de la presencia de aquella persona, se sobresaltó, pero se limitó a sonreír brevemente.
-Dimitri…
-No hay tiempo para charlas, debemos irnos. – Respondió el hombre al que había llamado Dimitri.
-Pero Serguei me dijo que le esperara…
-Serguei me pidió que viniera a buscarte. Vamos, debemos irnos lejos.
-¿A dónde? – Quiso saber Irina, que no dejaba su miedo apartado ante un conocido.
-A donde podamos. Te buscaré un lugar donde esconderte hasta que te pueda sacar de aquí, pero desde que encontraron a Serguei, este no es un lugar seguro.
-¿Dónde está Serguei? – Su sobresalto despertó a la pequeña, que comenzó a llorar.
Dimitri asió del brazo a Irina y comenzó a tirar de ella, haciéndola bajar. Al llegar a la calle, Irina pudo contemplar la pila de cadáveres humeantes que se encontraban sobre la nieve. La batalla no había sido clemente con nadie, y se podían apreciar cadáveres de niños muy pequeños debajo de los de soldados del ejército invasor. Al final, todos se reducían a masas de carne. La pobre Irina habría llorado, pero lo cierto era que tras todo lo sucedido anteriormente, a Irina no le quedaba más que indiferencia ante esa masa sanguinolenta. Ya sólo le quedaban lágrimas para los suyos.  Mientras bordeaba la pila de cadáveres, pudo contemplar cómo una mano trataba de agarrar su pie sin demasiada fuerza. Irina se apartó con un espasmo, mientras desde el fondo de la pila aquel brazo trataba de decir algo débilmente. Irina no podía ayudar a esa persona, y siguió a Dimitri cuando éste la llamó.
Bordearon por un callejón contiguo al edificio que anteriormente había sido su refugio. Esquivando las ratas y los enfermos que suplicaban comida, consiguieron llegar al otro lado, en el momento en el que pasaban los carros de combate. Dimitri paró inmediatamente a Irina y se escondió con ella tras unos cubos de basura. El hedor de la basura, las ratas y los enfermos era repugnante, pero debían mantener la calma si querían sobrevivir. Entre los cubos y la pared, Irina podía ver la calle por la que debían pasar a continuación. Allí, entre las filas de soldados, un joven de aproximadamente 16 años se arrastraba en dirección a Irina y Dimitri. El pobre tenía toda la pierna derecha aplastada, y la herida que tenía en la cabeza supuraba sangre y pus. El chico estaba condenado, pero aún así se aferraba a la poca vida que le quedaba desesperadamente. Pero el carro de combate dobló la esquina y se dispuso a atravesar la calle. El pobre joven no se dio cuenta de que el carro se acercaba, y seguía arrastrándose con tranquilidad. Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde: comenzó a gritar y a malgastar sus fuerzas intentando arrastrarse a mayor velocidad, y en un último instante, sus ojos se posaron en los de Irina, y pareció gritar auxilio. Un segundo después, la masa que antes componía su cabeza y su tórax formaba parte de la calle nevada. El carro prosiguió su marcha, al igual quelas tropas.
Irina ahogó un grito, y Dimitri la abrazó con fuerza. Irina no lloraba, pero tenía miedo. Dimitri sí que lloraba, pero más por rabia e impotencia que por miedo. Cuando creyó que estaban a salvo, Dimitri ayudó a Irina a levantarse y cruzaron la calle rápidamente. Tras atravesar otro callejón, Bajaron a un túnel. El túnel era oscuro, pero Dimitri agarró a Irina de la mano y la guió. Parecía como si hubiera travesado muy a menudo ese túnel, pensó Irina, aunque después se convenció de que si comenzaba a dudar de Dimitri, ya no le quedaría nadie en quien confiar salvo Serguei. Unos minutos más tarde, llegaron a una zona iluminada, que daba con el final del túnel en una pendiente. Tras subir durante un rato, Irina cayó de rodillas, exhausta.
Dimitri la asió del brazo y la susurró que no podía fallar ahora, quedando tan poco. Casi arrastrando de ella, Dimitri consiguió que ambos salieran a la superficie. Estaban a las afueras de la ciudad. Allí les esperaba un camión.
-¿Nos espera a nosotros? – Preguntó Irina esperanzada.
-No. La espera a ella. – Dijo Dimitri señalando a la pequeña. Irina aferró al bebé a su pecho, y comenzó a negar con la cabeza, pero Dimitri trató de tranquilizarla. – Escucha, necesito que confíes en mí. No va a pasarle nada al bebé, sólo le pondremos a salvo en un orfanato. Es más sencillo colar al bebé que a una mujer, pero lo conseguiré, te lo prometo.

Irina entró en trance. El cansancio, el hambre, el frío y la situación habían terminado por agotar las pocas energías que le quedaban. Pero no soltaba al bebé. Era de lo único que podía estar segura, de que no iba a abandonar a su bebé. Dimitri la ayudó a sentarse.
-¿Cómo puedes pedirme que renuncie a ella? ¿Cómo sé que nos reencontraremos? – Dijo Irina en un hilo de voz casi imperceptible.
-No puedo pedirte eso. Pero debes fiarte de mí. Serguei estaría de acuerdo conmigo, en que esto sería lo mejor para la pequeña.
-No, quiero oírlo de sus labios. ¿Dónde está Serguei? – La angustia hacía que recobrara el coraje, pero de nada servía.
-No tenemos tiempo, Irina. El ejército vendrá, y…
-¿¿¡¡DÓNDE ESTÁ SERGUEI!!??
Dimitri suspiró y dejó que una lágrima volviera a brotar de sus mejillas. Tras unos instantes, Dimitri levantó la vista, y señaló a la cornisa de un edificio. Allí había varios cuerpos, que colgaban de los mástiles que anteriormente portaban las banderas de una embajada. Allí estaba lo inevitable.
Irina rompió a llorar con una intensidad que asustó a Dimitri, por la dualidad de la propia mente humana. La mujer que hacía unos instantes estaba abatida por el sufrimiento, había recibido la puñalada definitiva, y nada podía encadenar su dolor. La niña se despertó al oír a su madre, y como si entendiera a su progenitora, rompió a llorar también. Las dos estuvieron largo tiempo llorando, hasta que Irina no pudo más, y comenzó a desgarrarse la piel de la cara. Poco a poco, la sangre caía sobre la nieve recién caída. No sobre la niña, a la que Dimitri había apartado previamente.
-¡Los mataré, los mataré a todos! ¡Te lo prometo! – Dijo Dimitri, tan asustado como la pequeña, ante la escena de sufrimiento que estaba presenciando.
-No. De eso me encargaré yo. Tú pondrás a mi pequeña a salvo. – Respondió Irina tras recobrar la calma. – Volaré sus campamentos. Mataré a sus descendientes. Les abriré el canal y haré que las televisiones de todo el planeta vean mi obra. Compondré odas a lo macabro. Y después, sólo después de que cumpla mi venganza, buscaré a mi hija, y la obligaré a mirar lo que le hicieron a su padre. Su corazón se endurecerá, y sentirá un odio infinito y duradero.
-¿Hacia quien? – Dimitri retrocedió al ver que Irina se levantaba.
-Hacia la raza humana.
Ambos oyeron el ruido del carro de combate acercándose. Irina miró a Dimitri con una mirada gélida, mientras la sangre cubría todo su rostro.
-Vete. Vete. Sólo dime adonde te la llevas.
-A España. – Respondió Dimitri, aterrorizado al ver que Irina pensaba realmente plantar cara al tanque.
Irina asintió, y Dimitri subió al camión con la pequeña. De detrás del camión, un desconocido se asomó con un lanza granadas, y tras tres intentos, consiguió dar al carro, que voló en mil pedazos. Irina vio impasible la explosión, mientras Dimitri se acercaba de nuevo a ella con una maleta.
-Toma. Aquí tienes un subfusil, munición y tres granadas. Intenta sobrevivir hasta que vuelva.
-Vete.
Dimitri subió al camión y le dijo al conductor que arrancara. Irina se giró para ver el camión alejarse, pero de repente se arrepintió, y comenzó a correr tras él, intentando darle caza, sin conseguirlo. Tras varios gritos, su voz se apagó, y cayó de rodillas sobre el gélido asfalto mientras intentaba gritar. En un último esfuerzo, volvió a llevarse las manos a las heridas del rostro, y la desesperación y el rencor se apoderaron de ella. La sangre volvió a brotar,  y tras unos segundos, ella desfalleció.
La nieve volvió a caer de forma tenue, en aquella gélida noche de enero, mientras el camión se alejaba por la carretera. Dimitri había enmudecido. La niña, también. Dimitri no era capaz de evadirse ni un solo momento de la imagen que acababa de ver. Finalmente, el compañero que conducía rompió el gélido silencio.
-Y… ¿Haremos con ella lo mismo que con los otros?
-Si. – Respondió Dimitri de forma seca. – Daremos en adopción a la cría. Pero en este caso nos preocuparemos de a quién se la damos.
-¿Tiene nombre?
-Nunca me lo llegó a decir la madre.
-Dimitri, sabes que sin un nombre no podemos hacer nada. Volveré a preguntártelo otra vez: ¿Tiene nombre?

-Si. Se llama Irene.

viernes, 25 de octubre de 2013

Café Plaza de los Sueños

El chico daba un sorbo a su café mientras miraba por la ventana. El calor del interior de aquel local en contraste con el frío del diciembre de Madrid provocaba la condensación en los cristales, que impedía ver con claridad el exterior de aquel bar. En el fondo, Roberto no se sentía tan ajeno a esa metáfora. Roberto siempre se culpó de muchos de los males que había a su alrededor y que le tocaban aunque fuera de manera tangencial. Siempre tuvo en sus acciones aquella sensación de duda que lo perseguía desde aquellos primeros años de la infancia, buscando la aprobación de sus padres o de sus profesores. Ahora ya no era un niño, y seguía con esa inseguridad que a su ver estaba arraigada de forma innata en su ser.
Dentro de aquel bar, se sentía dentro de su propio ser, con aquella barrera cristalina que podía interpretar a modo de la piel, con un sinfín de posibilidades en el exterior que se manifestaban borrosas y distorsionadas, y que por el miedo al error no podría nunca abrazar. La vida pasaba ante sus ojos y era incapaz de dar un paso que posiblemente podría llevarle a gratas satisfacciones, siempre con ese enemigo al que había dado la apariencia de un titán indestructible.
Aquella mañana había elegido llevar su bufanda de lana colocada de forma bohemia alrededor de su cuello, metida por dentro de su gabardina negra estilo clásico. Debajo llevaba una camisa a cuadros anudada hasta el cuello, con el objetivo inherente de evitar un posible resfriado. Sus mocasines no abrigaban mucho, pero siempre era imprescindible sacrificar algo de calor para mantener su estilo ya marcado y cotidiano. Lo único que desentonaba era el pantalón vaquero que había elegido, que no abrigaba demasiado, pero tampoco dejaba pasar ni un atisbo de frío. De vez en cuando echaba mano a su pañuelo de seda colocado de forma elegante en uno de los bolsillos delanteros de la gabardina, y limpiaba sus mucosidades con  elegancia supina.
Quizás hoy podría acercarse al Jardín Botánico a visitar a su amigo La Veu, pero antes debía ver a aquella persona que le traía por la calle de la amargura desde tiempos, para él, ya inmemoriales. Quizás podría por fin decir lo que pensaba sin trabarse, sin ponerse rojo como un tomate y sin retorcer su pañuelo de seda sin mirarla a los ojos. Cada vez que estaba con ella sentía tanta vergüenza…
Quizás lo que le sucedía era que, por mucho que se lo negase, seguía siendo aquel chico romántico que nunca aprendía. Tal vez se cansaba de ver las diferentes formas con las que la vida tiraba sus esperanzas contra un muro de frialdad y desapego, pero si era así, Roberto no se cansaba nunca de intentar sobrepasar ese muro. Tantas veces había sufrido las consecuencias de aquella temida palabra, que ya no tenía miedo de que alguien le dijera: no. Pero ello no evitaba que cuando se sentía enamorado se trabase y se asustase. Y eso era lo que terminaba por minarle la moral.
Era pensar en aquel posible encuentro, y se ponía muy nervioso. Era como si toda su hombría y todas sus agallas se sentaran en las mesas de alrededor y tomaran el mejor asiento posible para ver con emoción el ridículo que estaban a punto de presenciar. Debía apartar esos pensamientos que le desasosegaban y le entristecían, y debía obligarle a pensar en que esta vez, quizás, con suerte, y con algo de ímpetu, todo saldría bien. Pero realmente no tenía motivos para ello, y no quería darse falsas esperanzas a si mismo para que el golpe no fuera más duro que el esperado. El refrán tiene más razón de lo que creemos: piensa mal y acertarás. Pero Roberto se había pasado tanto tiempo pensando mal, que por una vez quería ser positivo, y pensar que por una vez el resultado sería diferente. Tenía ese derecho, al fin y al cabo no era más que un ser humano arrojado al mar de maldad que suponía la capital. Madrid te hace tan anónimo que el hecho de querer destacar hacía que la ciudad te pusiera en tu lugar, y eso a veces era mejor.
Sus temores se confirmaron cuando apareció ella. Sus pantalones vaqueros embutidos, sus botas de piel, su blusa celeste cubierta por aquel abrigo tan gordo, y su bufanda violeta hacían que su rostro pasara desapercibido, pero ese rostro jamás podría pasar desapercibido si no fuera porque ella se lo hubiera propuesto. Su melena anaranjada quedaba recogida en una coleta  simple pero recatada. Su sonrisa entrecortada al verle hizo que Roberto sintiera como el corazón le daba un vuelco, diera varios tirabuzones en el aire y se incorporara en su sitio con la fuerza de un tifón.
Mientras ella se sentaba al otro lado de la mesa, Roberto comenzaba a oír el crepitar de las gotas contra el suelo de nuevo. Realmente era un día muy triste y anodino. Al quitarse el abrigo y la bufanda, pudo ver de nuevo esas pecas que la hacían tan especial. A Roberto le costaba un mundo contenerse en el sitio, por lo que su tic comenzó a manifestarse sin temor. Su pierna derecha comenzaba a dar botes mientras, debajo de la mesa, retorcía con nerviosismo el mantel. Roberto no sabía cómo podía comenzar la conversación, y se sintió muy aliviado cuando María le ahorró ese mal trago.
-Bueno, ya estoy aquí, tú dirás…
No ayudaba cuando trataba de ser tan franca, pero esa era una de las muchas cosas que tanto le gustaban a Roberto. Roberto llamó al camarero y pidió dos cafés para ganar algo de tiempo, y medir sus próximas palabras. Era muy importante elegir el momento. El camarero tomó nota con parsimonia y marchó a la barra.
-¿Qué tal el día?
-Bien, dentro de lo que se puede decir. Este tiempo hace que toda la gente esté mustia, y las clases hoy no han ido muy bien…
-La verdad es que si. He llamado a Sergio esta tarde y todavía continúa algo tocado por lo de Silvia… Necesita una primavera como el comer.
-Creo que la necesitamos todos.
María se esforzó por sonreír, pero sus ojos dejaban ver que estaba muy cansada. Cansada de las clases, del ser humano en general y de los hombres en particular. Tampoco ella lo había pasado especialmente bien en relaciones, y Roberto no sabía si hacía bien intentando plantear otra. Decidió sacar el tema de otra manera.
-Anoche Silvia… Estaba algo triste cuando la dejé en casa.
-Ah, ¿quedaste con Silvia?
-¿Te molesta?
-Para nada. Y dime, ¿qué hicisteis a mis espaldas?
A Roberto se le heló el corazón.
-Fuimos al cine. La verdad es que tenía ganas de ver una película que acababan de estrenar. Se llamaba Primavera en vergel, de Kurosawa. Te lo habría pedido a ti, pero llevas días sin hablarme…
-Y por eso te llevas a mi amiga. Creo que lo que quieres es tratar de salir con ella, y a Sergio no le va a gustar.
Ya eres mía – Pensó Roberto.
-No es con ella con quien estoy intentando salir, boba.
María miró fijamente a Roberto, sin ceder un ápice de amabilidad o de inquietud. Era un témpano de hielo, y no mostraba ni una sola emoción. El ocre de sus ojos pareció extenderse hasta rodear a Roberto en la más absoluta oscuridad, para engullirle a un vacío que le resultaba tan ajeno y tan familiar que le hacía sentir como el hijo pródigo que volvía a casa tras haber fracasado en todo cuánto había emprendido en esta vida. Roberto comenzó a sentirse ajeno tras esa primera punzada de dolor que acompañaba la mirada de María. Se sentía como si fuera otra persona, que mirara la escena desde algún punto en los alrededores, y se sentía con la posibilidad de romper a reír en cualquier momento debido a lo irónico de la situación. Tras un instante que pareció eterno, en el que la tensión se podía cortar con el vuelo de las alas de una mosca, decidió volver a llevar a cabo la táctica inevitable e ineludible en su corta existencia: poner pies en polvorosa.
Fue por ello por lo que se levantó con parsimonia, esperando quizás que la voz de aquella pelirroja le detuviera. Al soltar el mantel, éste no recobró su forma, y se quedó arrugado y parcialmente desgarrado debido a la tensión anterior. Se estiró la gabardina, se colocó la bufanda, y dejó un billete de cinco euros en la mesa.
-No tiene importancia. – Dijo Roberto al despedirse de María. – Quizá vi cosas que no eran. El café corre de mi cuenta. Es muy amargo, pero a mí me gusta. Dos terrones serán suficientes.
-Quédate, y hablamos con calma. No te he dicho que no. – Dijo María, que parecía divertida con todo esto.
-Me quiero acercar al jardín botánico a ver a LaVeu, que desde que consiguió la cátedra no he tenido la oportunidad de verle.
-El catalán te ha esperado cuatro meses, y puede esperarte media hora más. Si te vas, a quién no volverás a ver es a mí. – La sonrisa de María se esfumó, o tal vez sólo la imaginó, cruel y astuta.
Roberto dudó un instante, antes de recordar que su hombría se alojaba al fondo del local, con el vestido que llevaba María, y que le hacía señas de despedida con la mano. Roberto nunca había sido valiente, pero jamás se había imaginado a sí mismo vestido de mujer. Aquella imagen le hizo  esbozar una sonrisa entrecortada, y retrocedió hasta sentarse de nuevo. Su pierna derecha volvió a marcar el ritmo de la canción que sonaba, mientras sus manos agarraban de nuevo el mantel. En ese momento, Hinder amenizaba el día con su balada, “Better than me”.
-Bueno, pues si no es un no, como dices, explícame la situación.
-Creo que por una vez deberíamos ser honestos el uno con el otro, ¿no es así? – La sonrisa de María apareció en una milésima de segundo, evaporada o ilusoria quizá. – Silvia…
-Olvídate de Silvia. No es nadie de quién tengas que preocuparte.
-Me gustaría creerlo, de verás te lo digo. – Su sonrisa, antes divertida, se tornó con un cariz oscuro en amargura, desidia y decepción a partes iguales. Una mujer necesita oír lo que su cabeza quiere para no sentirse infravalorada o engañada. Roberto lo aprendería con el tiempo.
-María, dime qué está pasando, porque no entiendo nada.
-¿Recuerdas aquella mañana en el Retiro, cuando nos encontramos por casualidad?
Roberto recordaba ese momento cada día de su vida. Habían pasado cinco meses, pero ese recuerdo continuaba en su mente tan vivo como en el momento en el que estaba sucediendo.
-Yo paseaba con mi hermano Pablo. – Dijo finalmente Roberto. – Tú corrías alrededor del estanque, y recuerdo que Silvia y Sergio iban contigo. Ellos continuaron corriendo y tú te paraste a saludar a Pablito. – al recordar, una sonrisa se filtró en su rostro, casi como un acto involuntario. Al fijarse, María tenía la misma cara. – Me pediste que te recomendara a algún poeta que no tuviera el arraigo en los círculos de literatos.
-Esa gente sabe tanto como lo que ignora, y alza a auténticos mediocres mientras que los auténticos talentos viven sin nada que comer.
-Recuerdo que tú ibas con un vestido de flores, y con unas sandalias. Llevabas una cinta amarilla que te recogía el pelo, y una flor de papel roja en uno de los tirantes del vestido.
-Jamás pensé que serías tan detallista, Roberto. No pensaba que te acordarías de eso.
Era cierto, Roberto siempre había sido muy detallista para recordar los grandes momentos. Cada vez que pensaba en alguna cita, o en algún momento importante, Roberto era capaz de recordar hasta el almuerzo que había tomado aquel día. En una ciudad como Madrid, en la que cada minuto se evapora sin que nadie pueda evitarlo, Roberto sentía la necesidad de hacerle homenaje a ese Dios artificioso que se divierte viendo como nos consumimos día a día. Y era muy cierto que recordaba aquel momento con una precisión de reloj, pero no era todo lo bello que cabía esperar.
-Me dijiste que Julián te había colocado esa flor. – Dijo finalmente Roberto. María no supo que decir, simplemente bajó la mirada y guardó silencio. – Dime si puedo yo fiarme de Julián. Silvia es una persona maravillosa, y la quiero como si fuera mi hermana. Precisamente por eso jamás se me pasaría por la cabeza hacer nada con ella. – Roberto se levantó de la mesa, mientras apuraba el café. - ¿Puedes decir lo mismo tú?
María contempló pausadamente a Roberto, sin ceder ni un ápice de pena o de remordimiento. Tanta frialdad podía escamar, pero a Roberto le parecía que era precisamente eso lo que le daba un aura de misterio y, en cierto modo, de solemnidad. Mientras daba un sorbo a su café, se apartó un mechón de su cabello rojizo, y al dejar la taza sobre el platito colocado sobre la mesa, dejó entrever una mueca debido a lo amargo del café. Pasó una servilleta por sus labios carnosos y después la hizo una bola, que a continuación depositó en el borde del platito, junto a la taza.
-Somos unos celosos. Los dos. – María posó la cabeza sobre su mano, dando una imagen angelical y a la vez traviesa. - ¿Y por qué deberíamos? Al fin y al cabo, yo no soy nada tuyo ni tú eres nada mío.  Tan sólo somos dos amigos, ¿no es así? Hasta donde yo sé, Julián es un poco gay. – Su sonrisa volvió a aparecer por un instante al ver la cara de sorpresa de Roberto. - ¿No te lo esperabas? La verdad es que cuando me lo dijo pensé que me estaba vacilando, ya sabes el humor que tiene. Pero si, tu gran enemigo no te presenta ninguna competencia.
-Eso explica lo pesado que ha sido estas semanas. No dejaba de hablar de ti, y pensé que quería que le dijera algo sobre ti para que se acercara un poco más, y no lo habría soportado.
-Los hombres sois realmente simples. – La pequeña carcajada de María denotaba malicia, y movía su mano lentamente por la mesa con el dedo índice formando un círculo en la tabla. – Lo que hacía era intentar sacarte información de lo que opinabas tú sobre mí. Como te digo, Julián no te supone ninguna amenaza, ni te la supondrá nunca. Aunque no fuera gay, jamás podríamos tener nada.
-¿Por qué?
-Es sencillo: no me gusta. Me gustas tú. Con tus estúpidos celos y con tus excentricidades.
Roberto enmudeció durante un momento. Su mirada parecía perdida en el rostro de María, mientras su cabeza, vacía como cuando era un crío, no le daba ninguna salida airosa a ese envite de María. Lo único que quería era lanzar la mesa lejos y lanzarse sobre ella, besarla hasta que se quedara sin saliva y amarla hasta que saliera el sol. Quizás eso habría sido lo mejor, porque en las cuestiones de corazón, siempre es mejor que el cerebro se esté quietecito mirando junto con las agallas y la hombría en las mesas de alrededor. Sin embargo, comenzó a cavilar qué iba a decir, mientras María comenzó a perder su vista decepcionada en los transeúntes que atravesaban la calle de Abada.
-¿Sabes? – dijo finalmente Roberto. – Pensé que esta historia sería una simple historia de amor, de esas de las que todo acaba mal, en la que nunca volveríamos a saber el uno del otro y en las que me pasaría meses pensando si me porté bien contigo o no.
-Ahora eso depende de ti. – La mirada de María era desafiante, y no sin motivo. Había sufrido tanto con anteriores relaciones que probablemente, igual que Roberto, tenía miedo de equivocarse de nuevo. Quizás necesitara esa inyección de moral que te da el saber que por una vez has tomado una decisión correcta.
-Navegué durante tanto tiempo en un mar de dudas y de incertidumbre que me olvidé de lo realmente importante. Siempre zozobraba, siempre me sentía aletargado ante los sueños que veía inalcanzables y ajenos a mi. Ahora puedo cumplir uno, y… no sé cómo debería sentirme. ¿Debería sentirme bien? ¿Debería sentir pena por la situación? Podría decir que sigo sumergido dentro de un tifón con forma de titán que está a punto de aplastarme y de hacerme aún más débil de lo que ya soy. Pero aún con todo, aún conservo una mínima esperanza. Quizás sea la de ese niño que después de veintitrés años sigo siendo. Un niño alocado y miedica que suplica con la mirada tus labios y que anhela tanto como el agua sentir tus abrazos y tus temblores inseguros. Quizá será que por mucho que pasen los años, y por muy maduros que nos creamos, en el fondo seguimos siendo en esencia las mismas personas durante toda nuestra vida, y quizás por eso tengo miedo a dar el paso y romper la incertidumbre. Y, después de tanto tiempo, por fin tengo a mi alcance todo lo que he querido desde que nos conocimos, y no puedo dejar de sentir pena por mí mismo. Quizás dejé escapar demasiado tiempo y por ello quizás he convertido este momento en algo aún más especial, pero en parte vacío.
Roberto miró con ternura a María, que le miraba de forma desconcertada e intrigada a su vez. No se atrevía a interrumpir a aquel  chico tan tímido que por una vez era capaz de entablar una conversación de más de tres frases seguidas sin trabarse o sin que los nervios le traicionasen.
-En el fondo sé que todos los quebraderos de cabeza han merecido la pena, que todas nuestras acciones han tenido y tienen algún tipo de sentido y que nos han llevado a esta conversación. Estoy contento, pero no dejo de darle vueltas a la cabeza.
-Ese ha sido siempre tu mayor defecto. – Dijo María mientras se inclinaba sobre la mesa y se acercaba a Roberto. – Y tu mayor virtud, mi filósofo.
Y ambos se fundieron en un beso infinito. En ese momento, el local se fundió en una espiral  de vacío inexistente, dejando claro que lo único importante estaba conectado en cierto modo. Roberto no olvidaría nunca ese momento. María lo recordaría cada noche que estuvieran juntos, y de hecho, cada martes 24 de diciembre se acercaban al Café Plaza de los Sueños para mantener vivo ese beso que les acompañó durante el resto de sus vidas.

Fin… de momento.

Es probable que a los lectores habituales del blog les choque muchísimo este tipo de temática en un blog con las historias anteriores. Simplemente  quería mantener el blog con vida, y con ello haceros saber que sigo escribiendo a pesar de que llevo unas semanas sin publicar nada. Que no cunda el pánico, estoy en diferentes proyectos, y al blog le dedico el tiempo justo que me dejan la universidad y los otros proyectos, pero Sin Nombre continúa, y pronto tendréis noticias.