El rey se sentó en una silla
cercana al fuego y suspiró.
En
sus manos tenía la carta que había llegado recientemente a la corte. Por fin
recibía noticias de su hija, tras dos semanas sin saber nada. Estaba
acostumbrado a la soledad, y sin embargo se le hacía tan extraña…
Era
en estos momentos cuando se acordaba de su padre, casi siempre ausente, pero a
la vez constantemente presente. El profundo respeto que guardaba el monarca
hacia él no cambiaba el hecho de que había momentos en los que se había sentido
muy sólo durante su niñez. Sólo la presencia de sus hermanas le animaba. Por
ello, cuando sus hijas tuvieron que marchar, volvió a sentir aquella sensación
amarga de abandono que había olvidado tiempo atrás. Había renunciado a los viajes
largo tiempo atrás, delegando en cargos de la administración para poder vivir
de forma más cómoda pero a la vez eficiente. El indudable respeto que sentía
hacia el César le obligaba, en cierto modo, a distinguirse de él: Felipe se
había prometido no cometer el mismo error que su padre. Y, a su juicio, lo
había conseguido.
Volvió
a leer la carta detenidamente. Mientras observaba las palabras, podía escuchar
nítidamente la voz de su hija como si estuviese a su lado, susurrándole al oído
sus vivencias y sus pensamientos. Por fin había llegado a Arlés, y, al parecer,
había sido muy bien recibida. No esperaba menos. La esperaba en Saboya un
hombre de su más entera confianza: Carlos de Aragón y Tagliava, el duque de
Terranova, Grande de España, Caballero del Toisón de Oro, Condestable del Reino
de Sicilia, embajador en la Corte de Rodolfo II, Virrey de Cataluña…
Sin
duda, había dejado a su hija en buenas manos. No podía más que esperar que todo
fuese según lo previsto, y que llegase sin mayor contratiempo a su destino. De
producirse, no esperaba que ocurriesen en Arlés: era una ciudad rica debido a
su comercio entre la corte francesa y el Mediterráneo, por lo que el problema
del bandidaje debía estar muy controlado por las autoridades, para dar una
imagen de seguridad a los posibles comerciantes. Esa relación puente entre las
dos zonas confería a la ciudad una importancia prácticamente capital, por lo
que un escándalo de tal magnitud supondría casi la ruina de la ciudad. El rey
así lo quería creer. Así se lo había hecho creer el duque.
En
cambio, no todas las noticias eran buenas. Malos augurios llegaban desde Roma,
a los que tarde o temprano tendría que atender. Sin embargo, se dijo a sí mismo
que antes de encargarse de tales asuntos, disfrutaría un poco más de la
compañía que la correspondencia le traía en forma de palabras. Catalina Micaela
le comunicaba triunfante que estaban a punto de llegar a su destino, mientras
que se mostraba preocupada por la salud del Papa, y sobre cómo podía afectar
aquello a la salud de su padre. Ella, tan atenta y servicial como siempre.
No
pudo evitar el buen monarca emocionarse como tantas otras veces con sus cartas.
No siempre llegaban cuando debían, lo que hacía que se impacientase y se
mostrase de mal humor delante de sus ministros. Pero cuando llegaban, solían
ser un soplo de aire fresco que le animaba a continuar. Evidentemente,
preferiría tener a sus dos “niñas de sus ojos” a su lado, pero menos era nada.
Además, escribían siempre que podían, lo que también le alegraba: sabía que
ellas le querían, debido a la excelente relación que habían tenido con él en su
niñez. No podía decir lo mismo el rey con respecto a su padre, al cual
admiraba, pero por el cual no podía sentir más que un profundo respeto. El
segundo de su nombre había llegado a la conclusión de que eran diferentes
tiempos y diferentes circunstancias las que les tocaron vivir a padre e hijo.
Tras
pedir papel y tinta, se acomodó en la mesa y comenzó a escribir. No solía
molestar a sus sirvientes para asuntos tan nimios, pero el cansancio era tan
grande…
“El Pardo. 28 de octubre de 1591.
Después que respondí a todas
vuestras cartas han llegado las de 2 y 8 de éste y han sido recibidas como
suelen. Lo mismo que me escribís de la buena acogida en Arlés me ha avisado el
Duque, mas, con todo, conviene ir con gran tiento en aquellas cosas y que no se
embarque en ellas, de que podría ser después la salida muy dificultosa y poco
honrosa; vos se lo acordad siempre, que yo hago lo mismo, de más de haberle
dado un papel a su partida con que se me ofreció de tener cuenta.”
Conocía
sobradamente la responsabilidad de sus hijas, pero nunca estaba de más poner
sobre aviso en ciertos asuntos, especialmente cuando éstos dependían de un
tercero. Más no podía hacer desde El Pardo, lugar donde vivía cómodamente.
Desde allí le era muy sencillo dirigir los reinos de la corona, renunciando de
este modo a la vida itinerante de su padre. A pesar de su comodidad, no podía
dejar de sentirse en ciertos momentos enclaustrado, y dichos momentos solían
coincidir con aquellos en los que se sentía en la más absoluta soledad, aún
cuando estaba rodeado de sirvientes. Continuó escribiendo, evitando de esta
manera los malos pensamientos.
“El Duque de Terranova avisa de que se había
ya puesto en buen recaudo en los de Saboya.”
Debía
recibir a su hija como era debido, y era su cometido preparar a la comitiva
encargada de recibirla. Era el hombre perfecto para tal trabajo. No le había
decepcionado nunca, y no iba a hacerlo en un trabajo tan sencillo.
Se
acercaba el momento de hablar el tema trascendental de la carta, el motivo por
el cual escribía en esa ocasión a sus hijas. Lo cierto es que necesitaba
hablarlo con ellas. No por el hecho de que tuviese demasiado apego al Papa,
sino por mera preocupación. Recientemente le había llegado al rey una misiva
desde El Vaticano en la que declaraba la enfermedad del Papa Gregorio XIV, un
hombre que sin duda le había servido bien. Sus subsidios a la Liga Santa habían
sido indispensables en la lucha contra el turco, y no podía olvidar la
excomulgación a Enrique IV de Francia por hereje, lo que había acercado al
propio Felipe al trono francés. Si moría, debía actuar rápido. No podía
permitir que volviese a haber un pontífice cercano al trono francés. Pero
hablar en estos términos le incomodaba: si la persona más santa del orbe podía
enfermar, también podían hacerlo sus hijas.
“La enfermedad del Papa me tiene con mucha
pena. Aunque con esperanza en Dios nos le habrá dejado, pues no ha venido otra
nueva”.
Ciertamente,
las misivas que venían de los Estados Pontificios cada vez eran más alejadas en
el tiempo, algo que podía ser o muy bueno, o muy malo. Felipe necesitaba a la
figura papal para continuar jugando en el tablero europeo. Por suerte, sus
hijas habían calmado su desazón, y así lo quiso dejar por escrito.
“He holgado mucho de saber la salud de que
allá tenéis todos y espero que vuestra hermana la tendrá presto muy cumplido de
otras cuatro tercianillas que le volvieron después de que os escribí y éstas
son pequeñas, que disimuló las dos primeras y la de ayer fue casi nada y así
espero que no le vendrá nada mañana y que se ha de hallar aquí bien como suele;
adonde vinimos anteayer y Dios os guarde como deseo.”
El
monarca volvió a resoplar. Dio la data geográfica y cronológica y se despidió,
como hacía siempre. Ya había realizado lo que le era más importante, pero debía
volver a la realidad y abandonar su mundo interno: había asuntos que
apremiaban.
.
. .
Agotado, el monarca se dejó caer
sobre el cuero repujado de la jamuga granadina situada frente a la mesa. El
cuerpo le pesaba y sentía un dolor punzante en la base del cuello, sin duda
fruto de las muchas horas que había pasado leyendo misivas y documentos. Había
sido un día muy largo. Las nuevas recibidas desde Roma requerían la atención
prioritaria del monarca sobre el resto de asuntos, y tuvo que pasar el día
reunido con sus ministros y embajadores.
El Sumo Pontífice de la Iglesia
Católica había muerto, dejando sin guía a los hombres hasta que se nombrase un
nuevo Obispo en Roma. Funestas eran las noticias para todo buen cristiano y,
sin duda, largas serían las misas y el luto. Pero, para Felipe II de Augsburgo,
monarca del más vasto imperio que el hombre poseía en la tierra, los asuntos
que Gregorio XIV había dejado atrás debían ser más importantes que su unión con
el Altísimo.
Tras diez meses al frente de la
Iglesia Romana, Gregorio XIV se había mostrado como un importante aliado del
monarca hispánico. Su apoyo económico a la liga de nobles cristianos que se
habían alzado en Francia contra Enrique IV, así como el mantenimiento de la
excomunión que su predecesor, Sixto V, había puesto sobre el rey francés habían
supuesto un duro golpe para éste. El propio pontífice apoyaba abiertamente las
aspiraciones de Felipe por llevar a su amada hija mayor, Isabel Clara Eugenia,
a ocupar el trono de su abuelo materno en Francia. Sin duda, la muerte de tal
valedor de los intereses del Augsburgo supondría un duro revés para la
Monarquía Hispánica si su sucesor no resultaba igual de complaciente.
Por eso las reuniones habían sido
tan largas y el trabajo tan arduo. Por eso el rey estaba agotado, igual que los
últimos días. En las próximas jornadas el conclave reunido en Roma nombraría un
nuevo Pontífice, puede incluso que el conclave ya hubiese nombrado un sucesor
en ese momento, o quizás la decisión se prolongaría meses, cómo la última vez.
En cualquier caso tardarían un tiempo en recibir noticias al respecto y,
mientras, debían intentar por todos los medios que el nuevo Papa fuese alguien
receptivo a los intereses de la Monarquía Hispánica. Es por eso que, ya antes
de la muerte de Gregorio IV, cuando se iniciaron los movimientos para allanar
el camino del futuro cónclave en Roma, el rey ya había dado indicaciones para
que los cardenales españoles apoyasen el nombramiento de uno de los más
cercanos a Gregorio.
Gian Antonio Facchineti de Nuce se
llamaba. El hombre sobre el que debía recaer el apoyo de los cardenales
españoles. Su cercanía al fallecido pontífice, y sus funciones al cargo de la
administración papal cuando Gregorio se encontraba en cama le deberían
convertir en alguien con auténticas posibilidades de salir elegido. Si todo salía bien, con el apoyo de los
españoles se convertiría en el nuevo Patriarca de Occidente, y lo haría
sabiendo que había sido la mano del rey Augsburgo la que le habría puesto la
tiara papal sobre la cabeza.
Lentamente, el rey se incorporó en
el asiento de cuero y dirigió la mirada hacia las cartas que se encontraban
extendidas sobre la mesa. Eran de su hija menor: Catalina Micaela. Siempre se
alegraba de recibir noticias de su querida hija, y se encargaba de responderla
impregnando sus cartas de todo el cariño y cercanía que un monarca no podía
mostrar en el resto de facetas de la vida de corte. Había leído esas cartas
varias veces. Sin embargo, aún no había tenido tiempo para responder con la
atención que le merecía.
Pensando que escribir para su
preciada hija podía ser un buen remedio para su cansancio, se levanto del
asiento y se dirigió a un pequeño escritorio de ébano junto a la pared. En uno
de los cajones tenía la costumbre de dejar papel para cuando quisiera escribir
algo sin tener que llamar a alguno de sus ayudantes de cámara. Cogió una hoja
del cajón y volvió a sentarse frente a la mesa.
Mientras mojaba la pluma en un
tintero de plata de hermosa factura, el monarca pensaba las primeras líneas de
la misiva. “Con vuestras cartas del 21 y
26 del pasado me he holgado como suelo por saber que teníais salud…”
.
. .
Todo
había salido según lo previsto.
Gian
Antonio Facchineti de Nuce había sido investido como nuevo pontífice en Roma,
tal y como el monarca había dispuesto. Una vez más, los deseos del hombre más
poderoso del orbe volvían a cumplirse sin imprevistos, y la calma volvía a
instaurarse, poco a poco, en la corte. Había sido un momento crítico: perder la
baza de la autoridad papal habría supuesto un durísimo contratiempo. Quién sabe
si no hubiera supuesto además la pérdida del centro religioso en favor de la
monarquía francesa.
Felipe
II estaba exultante: pidió que se cocinase capón para la cena, y se pasó gran
parte del día escribiendo cartas a sus embajadores y a sus virreyes. Sin duda,
la noticia era grandiosa. Aún lamentaba la muerte del anterior Padre de la
Iglesia, pero sin duda, da Nuce era el digno sucesor de Gregorio XIV. Al ser un
allegado suyo, no le costaría demasiado convencerle de lo que le convenía.
Además, había llegado tan alto gracias a su ayuda, así que el cardenal debía
estarle cuanto menos agradecido. Pero ya habría tiempo de recorrer esa vía.
Rodeado
de encinares, mientras paseaba, no podía dejar de pensar en la importancia de
su éxito: no era una victoria definitiva ante los franceses, pero sin duda ésta
investidura jugaría un papel capital en el camino hacia la victoria. Aún así,
se decía, debía ser precavido: esto sólo era una pequeña ventaja. Lo peor
estaba aún por llegar.
Aún
así, el triunfo le sabía amargo. Era muy importante, pero la gente con la que
le gustaría celebrarlo no estaba allí. Y se antojaba urgente escribir a su hija
Catalina Micaela. En cierto momento, el anciano rey pensó que podría llegar a
acostumbrarse a su ausencia, pero lo cierto era que no había sido así. Es más,
a cada día que pasaba podía sentir cómo el dolor de la ausencia se iba haciendo
cada vez más grande, cada vez un poco más, aumentando la hondonada que se
albergaba en su interior desde largo tiempo atrás. Aún podía ver a sus dos
hijas jugar y reír, como un recuerdo que se evaporaba con cada soplo de viento.
Sin
embargo, el dolor no se iba. El dolor nunca se iba.
Como
en tantas otras ocasiones, puso rumbo a Palacio para escribir a su hija, para
evadirse de aquello que le atormentaba y de lo que no podía huir. Atravesó
encinares y alamedas por los caminos de tierra que había ordenado trazar, hasta
que por fin llegó a su alcoba, y lo predispuso todo para la carta.
“Madrid, 18 de diciembre de 1591.”
Efectivamente,
pronto sería año nuevo, y habría que afrontar nuevos retos.
“Después que os escribí el 15 del pasado han
llegado vuestras cartas del primero y 25 de del mismo, con lo que me he holgado
por la nueva de la salud de todos.”
¿No
existía una forma mejor y más rápida de transportar sus cartas? Lo duro no era
pensar que su hija se podía haber olvidado de escribirle, sino ese pensamiento
que le corroía por dentro, de que podían haberse extraviado sus cartas. Cuando
éstas se prolongaban en el tiempo, siempre albergaba la sensación de que se
estaba perdiendo algo. Y, en el fondo, era así: estaba perdiéndose una parte de
la vida de su hija.
“También las he tenido del Duque y dice que
pensaba veros presto y holgaría que lo hubiese hecho por muchos respectos que
lo obligan a no andar tan aventurado; vos recomendadle siempre lo que os he
encargado otras veces de mirar por su seguridad y salida de lo que emprende,
como decís que le hacéis, pues va en ello lo que veis.”
No
sería la primera vez que el Duque de Terranova tenía algún contratiempo en sus
misiones por su carácter impulsivo. Si no lo domaba, podría llegar a costarle
la muerte, y no podía permitirse el monarca perder a figura tan valiosa para el
juego en el continente. Pasó a compartir el júbilo por las buenas nuevas.
“Tenéis razón en estar contenta por el nuevo
Papa, y así lo estamos todos. Vuestra hermana está del todo buena y también
vuestro hermano y yo.”
En
Palacio, nunca pasaba nada. Daba gracias al cielo por que siguiese siendo así. Tras
dar las datas y despedirse, esperó hasta la hora de cenar observando su escudo
heráldico. Todo aquello que estaba representado era suyo. Todo. Y, sin embargo,
sólo ansiaba lo que no podía obtener: ver a Catalina Micaela.